ORÍGENES DEL ESTADO MODERNO DE NABARRA



ORÍGENES DEL ESTADO MODERNO DE NABARRA

Aitzol Altuna Enzunza

“El 12 de enero de 1494, Juan III y Catalina fueron, sucesivamente, jurados, ungidos, coronados y levantados sobre el pavés en la catedral de Pamplona, como poco antes lo había sido su predecesor Francisco Febo (1481), y Juan de Aragón y Blanca (1429), y Carlos III (1390), Carlos II (1350) etc., con regularidad desde 1329. Sin embargo, ni su heredero legítimo Enrique II (1517-1555) en la Basse-Navarre, ni el conquistador Fernando el Católico, o sus herederos Carlos y Felipe II en la Navarra española, vivieron tales ceremonias” (El uso político de una imagen: el levantamiento sobre el pavés de los reyes de Navarra 1686 y 1815” Alfredo Floristán.

Carlos III el Noble fue coronado en la catedral de Pamplona-Iruñea por el cardenal Pedro de Luna (1390), futuro papa Benedicto XIII, de la siguiente manera: "...Antes que, más avant, sea procedido al sacrament de la Sancta Unción et bienaventurado coronamiento vuestro, se hace necesario que vos prestéis la jura acostumbrada al pueblo de Navarra. Et así bien, el dicho pueblo hará también la jura acostumbrada a vos...". Tras la jura sería alzado sobre un escudo sobre el pavés por los doce representantes de la nobleza y de las buenas villas presentes en la jura, derramando monedas sobre los asistentes (Mikel Zuza en su libro “En recta línea”).
“El ejercicio del poder (dominuim), lo tiene el jefe del Estado, y la fuente de poder (potestas), antes lo tenía el emperador o el Papa y ahora el pueblo o nación que es el “soberano”: en el Estado moderno, el dominium y la potestas van juntos” (“Historia Universal”, J.M. Roberts).

La organización de los actuales Estados se va formalizando durante la Alta Edad Media, desde la caída del Imperio Romano Occidental hasta el siglo XII, tras despegarse de la ficción de una continuación del Imperio romano alrededor del emperador del Vaticano llamado Papa. El pontífice Gelasio I elaboró a fines del siglo V la que se denominaba “teoría de las dos espadas”: había dos poderes, uno temporal y otro espiritual, pero el primero (el de los monarcas) debía estar supeditado al segundo (el de los papas).

El obispo de Sevilla San Isidoro en el siglo VII hablaba de igual modo: “Las potestades del siglo están sujetas a la disciplina de la religión y, aunque están puestas en la cima del reino, están ligadas por el vínculo de la fe; de modo que han de predicar la fe de Cristo en sus leyes y conservar con buenas costumbres la predicación de la fe”. Con semejantes preeminencias, el poder eclesiástico estaba por encima de todo soberano que sólo poseía un poder temporal. Las discusiones en la Edad Media sobre el Estado alcanzaron altos grados de erudición, entre las discusiones más frecuentes estaban las relativas al "derecho natural": es decir, por encima de los reyes estaba la ley natural, a la que podemos llamar “la ley de dios”.


Se considera que no hay un Estado “moderno” cuando imperaba la idea de la división entre la “potestad”, el origen del poder que se consideraba divino, y el “dominio” o “imperio”, el ejercicio del poder. Pero ya los juristas de las universidades europeas del siglo XII hablan abiertamente de que la soberanía radica en el reino, donde su soberano no reconoce superior. El historiador y abogado ronkalés Tomás Urzainqui comentaba al respecto: “Las palabras ‘‘soberanía’’ y ‘‘soberano’’ eran utilizadas desde la mitad del siglo XII por los juristas europeos, con el sentido de ‘‘super omnia’’ y ‘‘superior non recognoscendum’’: (…).


El historiador del bearnés Pierre Tucoo Chala (Pau 1924-Burdeos 2015) afirmaba que: “ciertos juristas siguen los análisis de Jean Bodin –teórico absolutista-, creyendo anacrónica toda reflexión sobre la noción de soberanía antes del siglo XVI. Esto no es así, pues los estudios más recientes muestran que las palabras “soberano” y “soberanía” eran conocidas desde la mitad del siglo XII y de un empleo corriente en el siglo XIV”.


En los siglos XIV y XV la Iglesia no consiguió la pretendida unidad del Sacro Imperio Romano, más aún si cabe con la aparición del protestantismo que la debilitó. Los protestantes eran “protexto”, es decir, estaban por la interpretación literal y personal de la Biblia, “el Libro”, frente a la interpretación que la curia Papal de la Iglesia católica hacía.

En Europa en general, esta dicotomía se mantuvo de alguna forma la Paz de Westfalia (1648), más en países como España donde los reyes se valían de los Santos Tribunales de la Inquisición para sus intereses políticos, como durante la ocupación de territorios a los hispano-musulmanes o la invasión de la Navarra medular entre los años 1512-24, cuando muchos agramonteses que luchaban por la libertad del reino fueron quemados en la hoguera por “brujería” ya que todavía no tenían los invasores sus tribunales civiles bien controlados ni les interesaba oír la defensa de los acusados, aunque el reino nabarro-bearnés siguió libre hasta la ocupación francesa de sus parlamentos en 1620 a cargo del rey francés Luis XIII.


Richelieu que gobernaba con mano dura el reino de Francia en nombre de Luis XIII, había declarado en 1628 que "tanto Navarra como el franco-condado nos pertenecen", España opinaba lo mismo: que eran suyos. Relata Gastón Marcelo Zambelli la situación que se vivía en esos años en Europa: “El ejército sueco aniquiló a las tropas imperiales (alemanas) en la batalla de Breitenfels, Gustavo II (de Suecia) llegó luego hasta e Rin y venció en Lutzen en 1632, batalla que le costó la vida. Para enfrentarse a las victorias suecas, los Habsburgos unieron sus fuerzas. El Imperio y España lucharon juntos y la victoria empezaba a decantarse a su favor, por lo que Francia decidió intervenir. Richelieu (primer ministro de Francia) organizó la alianza europea contra los Habsburgos contando con Suecia, Holanda, los Cantones Suizos y los principados alemanes e italianos. Solo quedaron fuera Inglaterra, Rusia y Turquía".

Sigue Zambelli con su relato: "Fue en 1639 cuando la escuadra española cayó derrotada, también los tercios españoles fueron vencidos por el ejército francés en 1643-1648 en la batalla de Lens. Luego de los acontecimientos mencionados en 1648, los imperiales firmaron el Tratado de Paz de Westfalia. 


Este tratado reguló las relaciones entre el Imperio (Alemania y su intransigente emperador católico, Fernando II) y sus miembros constituyentes por un lado, y entre Francia, Suecia y sus aliados, por el otro. Con este tratado, la estructura europea dejaba de ser vertical (presidida por el Imperio y el Papado) y Europa se convertía en un mosaico de estados nacionales laicos. Con Westfalia se atomizó en más de 350 estados independientes y desapareció, de momento, las pretensiones imperialistas dentro de Europa, perfilándose un norte reformador y un sur católico. Westfalia significó la posibilidad de una tolerancia, así como el principio de la secularización de la política; la ausencia de la Santa Sede en las negociaciones prueba que el Papado no pesaba ya en las decisiones de los Estados. Es el nacimiento de la política internacional moderna, el punto definitivo del Estado soberano”.


Tomás Urzainqui explicaba así la soberanía de Nabarra como Estado: “Todavía algunos recién licenciados en Historia por la Universidad española (estatal o privada) suelen afirmar con vehemencia que ‘‘la soberanía pertenecía a los reyes hasta que la revolución francesa en 1789 se la dio a la nación o pueblo’’, pues con este interesado ‘‘dogma’’ les han querido enseñar a matar dos pájaros de un tiro: 1) ‘‘que tanto la nación como la soberanía no existían antes de dicha fecha’’ y 2) ‘‘que por ello los vascos nunca han tenido ni nación ni soberanía’’. Mientras que el concepto de nación ya aparece en el siglo VI, otra cosa muy distinta es que exista una conexión entre la idea de nacionalidad tal como se entendió en los siglos XVI al XVIII y la idea de soberanía popular ligada a los cambios de 1789.


Aunque al menos desde Rousseau se da por sentado que la soberanía radica en el pueblo, ello no significa que con anterioridad no existiera soberanía. Es en la cultura greco-latina donde primero en las ciudades Estado y luego en el Estado romano hallamos la concepción de que los ciudadanos pertenecen a la cuidad o Estado, el cual es gobernado por sus representantes. A partir de que la religión oficial del Estado romano es reemplazada por el cristianismo se desarrolla la dicotomía entre el poder espiritual y el poder temporal, que desembocará en el papado y los reinos europeos. 

Dentro de este escenario general se desarrolla un enfrentamiento permanente entre las concepciones que podríamos denominar ‘‘ciudadanas’’ y las ‘‘absolutistas’’. Así en el siglo XVI no significa lo mismo la palabra soberanía para los monarcas navarros y holandeses que para los absolutistas franceses y españoles. Es preciso, pues, reflexionar sobre la noción misma de ‘‘soberanía’’ entendida desde puntos de vista diferentes, así como según el país y la época estudiada. Lo contrario, es convertir la historia de Europa en un falsificado erial.


Los poderes autoritarios e imperialistas, de los que forman parte los Estados gran-nacionales español y francés, aún tras 1789, sedicentemente liberales, no han inventado ni el Estado, ni la nación, ni la soberanía ni la democracia, sino más bien todo lo contrario han envilecido y embrutecido estas magnas construcciones del genio humano. Ingenuidad suprema es dar por buena la descarada falsificación camufladora del poder, ejercido de forma autoritaria, que han hecho los Estados gran-nacionales”.


El resumen de lo comentado lo hace magistralmente otro estatalista nabarro, el galdakanés Joseba Ariznabarreta en su libro “Pueblo y Poder”: "En este sentido podemos decir que así como la praxis, o si se prefiere la vida, es antes que el concepto, el soberano es antes que la soberanía, el poder coercitivo como proceso constituyente (el fundador al que se refiere Maquiavelo) anterior al poder coercitivo como estructura constituida (La República de Bodin). 

La soberanía, principio o fuente del poder (potestas), pertenece al estado como tal, el ejercicio del poder (dominiun), al jefe efectivo del estado, es decir, al gobierno. Mediante la noción de soberanía se designará desde entonces la capacidad en ejercicio de ese órgano de poder político -el estado moderno- para mantener duraderamente el orden interno y la independencia respecto del exterior. Dicho con otras palabras, soberanía significa que el estado cuenta con los recursos ad hoc suficientes para ejercer la violencia interna y externa exigidos para el normal y rutinario desenvolvimiento de la actividad general del pueblo del estado.


Sólo quien dispone de esos recursos y en la medida en que dispone de ellos es soberano, porque lo viene demostrando a diario en la práctica y ante dicha demostración palpable, efectiva y continuada (que genera precisamente la relación mando-obediencia en la que la soberanía consiste) sobran todos los discursos de índole religiosa, moral o legal ajenos o externos al ejercicio mismo del poder. 

La violencia legítima (el estado, que por algo los franceses escribirán siempre con mayúscula) ocupará en lo sucesivo el lugar que otrora ocuparon la enseñanza de los ancestros que los mitos transmitían, la divina revelación divulgada por los profetas, la inveterada costumbre, la voluntad popular expresada en forma de ley a la que el gobernante debiere ajustar su conducta, la Ley Natural o la Razón (otra que la Razón de Estado).

Podemos así imaginar lo que podría haber dicho el rey de Francia (primer estado soberano) al Papa o al Emperador que pretendían derechos superiores al suyo basándose en una pretendida separación entre el ejercicio (dominium) y la fuente (potestas) del poder. La potestad no se desligará en adelante del ejercicio del poder, son expresión de un único proceso y juntos constituyen la soberanía".


Con Sancho III el Mayor el reino nabarro alcanzó su máxima extensión (1004-1035) y se consolidó definitivamente. Sancho III creó el título “rex Dei gratia”, será el primer rey en ser ungido en la Península y será llamado por los cronistas árabes "Señor de los Vascos" (amir al-bashkuns), también se le nombra como rey de “Wasconum gens” y de “Wasconum nationem”. 

Pero, aunque la Iglesia consiguió incluir la novedad del ungimiento del rey por el obispo de Pamplona como con otros reyes católicos, los nobles no creyeron oportuno mezclarlo con el tradicional “alzar al rey” por el cual se reservaban el derecho a proclamar soberano, separándose ambos, lo que suponían relegar a un segundo plano el papel de la Iglesia.



Sancho III el Mayor, tal y como recogen historiadores nabarros como Iribarren y Kanpion, dejó a su primogénito “toda la población euskara”. 

El historiador español Menéndez Pidal es de la misma opinión: “(Sancho el Mayor) quiso unificar un gran reino navarro, predominantemente vascón por su lengua”. 

Anacleto Ortueta (siglo XIX) sobre este gran rey Europeo dijo: “Sancho III el Mayor eligió sabiamente las fronteras del Estado Vasco, pues los límites que dio a Navarra fueron los geográficos naturales. Es el genio tutelar de la nacionalidad vasca. Gracias a él vivimos como pueblo”. 

Ramón Menéndez Pidal escribió del rey nabarro Sancho III el Mayor (1000-1035): «reparte sus estados entre sus cuatro hijos, apareciendo como uno de los más audaces estadistas estructuradores de fronteras y de pueblos, dejando al primogénito García el solar de la dinastía, el antiguo reino de Navarra, homogéneamente vascón por su lengua».


El rey de Nabarra Alfonso I “El Batallador” murió sin descendencia en 1134, y dejó en su testamento grandes tierras a la Iglesia Católica, testamento escrito en la toma de Baiona a los aquitanos que querían para sí la Baskonia continental y confirmado tres días antes de su muerte, de esta forma La Iglesia Católica se convertiría en la máxima autoridad del reino al mando de Ramiro el Monje, el hermano del rey fallecido, recayendo el mando del Ejército en las Órdenes religioso-Militares de Palestina, Santo Sepulcro y Hospital San Juan de Jerusalén, que era el ejército del Papa, los soldados-monje o templarios. 

El testamento fue rechazado por los nabarros reunidos en las Cortes Generales, donde también participó el señor de Bizkaia Ladrón de Gebara (hijo de Eneko Belaz), reunidas a tal efecto en la catedral de Pamplona, que decidieron no hacer caso del mismo con García Ramírez a la cabeza, entonces señor de Monzón (Aragón) y Tudela.


Finalmente, tras fuerte disputa dialéctica, el reino pasó a manos del nieto bastardo del hermano de García, el rey fue asesinado en Peñalén (1076), cuya madre era hija del Cid, y, por parte de padre, descendiente de Sancho III el Mayor, es el mencionado García Ramírez apodado "el Restaurador". Era simplemente la aplicación del derecho Foral conocido como “alzar al rey” -tras la vigilia la noche anterior y la comunión por la mañana-, por el cual correspondía a los infanzones más importantes elegir al máximo mandatario del reino (como ocurrió en el caso de sus tres predecesores), cosa impensable en otros reinos y, una demostración indudable de un rey elegido por sus súbditos.

Estatua de García Ramírez del Restaurador (1134-1150) 
en el paseo Sarasate de Pamplona 

Durante la segunda mitad del siglo XII, tanto el rey García Ramírez “el Restaurador”, como su hijo Sancho VI “el Sabio” y su nieto Sancho VII “el Fuerte”, fueron excomulgados repetidamente por los diferente papas, sin que eso hiciera mella en su soberanía. 


Es más, fueron los Infanzones Nabarros los que se alzaron y en un ejercicio práctico de poder, impusieron su rey a las bulas papales y su “poder espiritual”. García Ramírez era rey, según su hijo, por la “divina voluntate et fide naturaliun hominum suoarum exhibita”, tal y como argumenta el propio Sancho VI el Sabio y que quedó recogido en el Laudo Internacional de Londres llamado “Division of Kingdons of Navarre and Spain” (1177), por tanto, no eran los reyes nabarros elegidos por la voluntad divina o de un papa, ni lo eran por una herencia personal y menos por “derecho” de conquista, sino por la voluntad exhibida de los nabarros.

Por tanto, el Estado baskón de Nabarra, ya tenía consciencia de ser el Estado de la nación baskona al menos desde el siglo XI y es un Estado moderno desde el siglo XII, Estado que no reconoce superior: un Estado soberano.